agosto 28, 2008

Vuelir

Por poner algo.


El auto comenzó a acelerar mientras papá y mamá discutían.

Las luces naranjas de los postes de Eleuterio Ramírez pasaban como luciérnagas por los ojos negros del bebe en su silla-para-bebes. Y como sucede en estos casos, el choque del auto contra la micro 203 que pasaba por San Francisco sonó para sus ocupantes como suenan las cosas secas. Para los ocupantes del exterior sonó como un grito de neumático y un ¡paf!, con subsecuentes sonidos de vidrio cayendo como lluvia al pavimento. Un abuelo no sintió nada y siguió soñando con una casa en Papudo para ver el sol ponerse al atardecer.

Y el bebe tuvo la experiencia lenta de la gravedad mientras flotaba por el espacio entre los asientos de sus padres. Si hubiera crecido para contarlo, hubiera dicho que eso debe sentir la ropa en las lavadoras. Pero como su pequeño cuerpo cartilaginoso fue escupido por el cristal del parabrisa a una velocidad y una altura adecuada, no pudo contar nada. Nunca. Su sangre, tiempo después, solo era un manchón negro en la vereda de Eleuterio Ramírez. Su nombre, solo era un nombre más en un animita de bebe. La gente decía que penaba durante las noches por no haber podido disfrutar la vida, por haber muerto en su amanecer.

Quizás la gente le pone demasiado color.