noviembre 16, 2008

El ermitaño

El ermitaño despierta. El ermitaño no sabe qué, porqué, cuando, cual, a quien, con quien, por quien, por si es qué o si acaso no-deberías-dejar-de-hacer-preguntas-y-hacer-lo-que-haces, que hace o es lo que hace. El ermitaño no cae. Pero de vez en cuando tiene hambre y sed, y así abre los ojos llenos de lagañas para ver el día. Deambula, por entre las cosas y juega a la apatía para ahorrarse algunas monedas. El ermitaño no sabe, pero siente. Y si se pierde entre los parques de babosos exhibicionistas, en su búsqueda de nadie, las cosas se apartan horrorizadas a la luz de su sonrisa. El ermitaño aprendió a ver más, escuchar menos, hablar neutro. El ermitaño sabía; se iban anulando unos otros, unas a otras. Y el ermitaño cruzaba, a pesar de todo, las calles, cubriéndose detrás de alguna señora con su bebe en coche y cuando no habían señoras con bebes en coches, el ermitaño sentía como bajaba su carne cabecera, sus sesos, su sangre, su bilis cerebral, a buscar los frutos podridos del árbol frondoso del sentido común. Y su sonrisa quemaba las cosas cuando volvían sin nada. El ermitaño regresa, satisfecho; satisfecho como siempre, como si tuviera hambre cuando partió. Satisfecho cuando tiene hambre, hambriento cuando esta satisfecho. Y sonreía ¿Quién, para quién, le había enseñado-no-preguntes-más a sonreír? Vuelve y se acurruca entre sus excrementos, su hogar, él. Se pasa por encima su propia tortura y regresa, como si regresar fuera algo por lo que sonreír. Regresa para volver a buscar. El ermitaño sabe que todo se anula, que todo se va y que todo vuelve, pero no entiende que quiere decir con eso. ¿A quien le importa?